PORTADA
Somos hereditarios de una cultura arraigada en Los Andes del Perú, cuyos orígenes dio lugar a uno de los territorios más extensos en Sud America durante el siglo XI.
Los Inkas construyeron obras
monumentales como ciudadelas fastuosas, palacios de fina factura, acueductos, terrazas y laboratorios para fines agrícolas que aún se mantienen en el tiempo.
Como Jerusalén, Roma, El Cairo o México, en el Cusco el pasado forma parte esencial del presente y a menudo lo reemplaza con la irresistible presencia de la historia.
No hay espectáculo más impresionante que ver amanecer desde la plaza de Armas de la antigua ciudad, cuando despuntan en la imprecisa luminosidad del alba los macizos templos color ocre oscuro y los balcones coloniales, los techos de tejas, la erupción de campanarios y torres y, en todo el rededor, el horizonte quebrado de los Andes que circunda como una muralla medieval al que fue el orgulloso “ombligo del mundo” en tiempo de los incas.
Hay algo religioso y sagrado en el ambiente y uno entiende, según cuentan los primeros cronistas que visitaron la ciudad imperial y dejaron testimonio escrito de su deslumbramiento, que, en el pasado, quienes se acercaban al Cusco debían saludar con reverencia a quienes partían de allí, como si el haber estado en la capital del Incario les hubiera conferido prestigio, dignidad, una cierta nobleza.
Ya en tiempos prehispánicos era una ciudad cosmopolita donde, además del quechua —el runa simi o lengua general— se hablaban todas las lenguas y dialectos del imperio. Hoy ocurre lo mismo, con la diferencia de que las lenguas que escucho a mi alrededor, en estas primeras horas mágicas del día, provienen del mundo entero, porque el turismo que invade Cusco a lo largo del año procede de los cuatro puntos cardinales.
Comentarios
Publicar un comentario